Capítulo 1: Víspera del Milenio
Año 2023 (999 años)

Elioenai se despertó esa mañana con la misma rutina de siempre, pero con un pensamiento que resonaba más fuerte que ningún otro: en seis días cumpliría 1000 años. Frente al espejo, su reflejo mostraba un hombre de unos 43 años, pero sus ojos revelaban un cansancio milenario. Aunque su piel y rostro desafiaban el tiempo, su mirada era profunda y sabia, marcada por los siglos. Reflexionaba sobre su inminente milésimo cumpleaños, preguntándose si debería compartir su extraordinaria historia con el mundo o continuar en el anonimato.

La vida cotidiana de Elioenai se había mantenido constante a lo largo de los siglos: dormir, comer, mantenerse. Había observado la evolución de las rutinas humanas, pero su cuerpo había permanecido en un estado de renovación perpetua. Vivía solo, habiendo experimentado el amor y la pérdida más veces de las que podía contar. Las relaciones humanas, descubrió, eran tan complejas y profundas como siempre, independientemente de la época.

Recuerda a sus padres con un cariño borroso, habiendo buscado figuras parentales y mentores a lo largo de su larga vida. No necesitaba trabajar; había acumulado y gestionado su riqueza a lo largo de los siglos, aunque no siempre pudo prever las fluctuaciones económicas o los conflictos mundiales. A pesar de su longevidad, seguía siendo humano.

Mientras revisaba las noticias y observaba las preocupaciones contemporáneas sobre la inteligencia artificial y la tecnología, sonreía. Para él, la historia era una línea cronológica de humanidad, con todas sus bifurcaciones y callejones sin salida. Aunque todo parecía moverse rápidamente, debajo solo había humanos, con sus miedos, esperanzas y sueños.

Elioenai salía a comprar pan, una rutina diaria que le gustaba mantener. Recuerda cuando compraba periódicos, una práctica que ahora veía como algo del pasado, pero la añoraba. Había tenido mascotas, dos perros en particular, en 1990 y 2003, pero la brevedad de sus vidas le causaba pena. La forma en que se trataba a los animales domésticos en el pasado le parecía ahora incomprensible.

Cada dos décadas, Elioenai se mudaba para evitar levantar sospechas. Aunque había contemplado revelar su secreto muchas veces, siempre había decidido mantenerse en silencio, dejando que los años pasaran. Pasear y observar la naturaleza y la gente nunca le había aburrido; encontraba consuelo en la constante belleza y cambio del mundo.

En este momento, próximo a sus 1000 años de vida, vivía cerca del centro de una ciudad europea, en un apartamento que había ocupado por poco más de cinco años. Aunque algunos vecinos lo reconocían, nadie sabía realmente quién era ni la magnitud de su existencia. Su vida se sostenía a través de las rentas y tesoros acumulados a lo largo de milenios, una fortuna que había crecido y evolucionado con el tiempo.

Elioenai no estaba seguro de si su inusual longevidad continuaría después de alcanzar el milenio. Cada nuevo año traía la misma incertidumbre, un cuestionamiento de si sus células seguirían renovándose o si finalmente comenzarían a envejecer. Esta incógnita lo mantenía en una constante reflexión sobre su existencia y el significado de la vida.

Su relación con las personas se había vuelto cada vez más distante. Las interacciones humanas le parecían repetitivas y predecibles, y ahora, se encontraba más a gusto en compañía de máquinas, aunque las consideraba todavía muy rudimentarias. Observaba a la humanidad con una mezcla de admiración y desilusión: había progresado tanto tecnológicamente, pero seguía cometiendo los mismos errores de siempre —guerras, destrucción, avaricia.

A lo largo de los años, Elioenai había acumulado notas, primero en papel, luego en su primer computador personal, y ahora en eso que se llama «la nube». Reflexiones, observaciones, teorías. El papel había sido su compañero durante siglos, y ahora, todo estaba digitalizado, accesible con un clic, pero igualmente efímero en la vastedad de su existencia.

La música había sido un refugio a lo largo de los años, una constante que evolucionaba pero siempre mantenía su esencia. Desde los primeros sonidos del jazz en los años 20 hasta el auge del reguetón en el siglo XXI, había visto estilos venir y desaparecer. Se preguntaba si alguna música permanecería o si, como todo, simplemente se transformaría en algo nuevo.

Una de estas tardes, mientras caminaba por las calles adornadas con luces navideñas, se encontró con el panadero, un hombre amable que siempre lo saludaba con una sonrisa. «¡Felices fiestas, señor!» le dijo el panadero con entusiasmo. Elioenai respondió con una sonrisa educada, pero en su interior, pensaba: «Si supieras cuántas navidades tengo a mis espaldas…»

En la soledad de su apartamento, Elioenai a menudo reflexionaba sobre su condición. ¿Era el fruto de una mutación genética, como los árboles que viven mil años? ¿O había algo más, algo que aún no comprendía? A veces se sentía como un fantasma, una sombra que se deslizaba a través de los siglos, tocando la vida de las personas pero nunca siendo realmente parte de ellas.

A pesar de su soledad, Elioenai no deseaba la muerte. Amaba la vida, con todas sus complejidades y contradicciones. Amaba el amanecer, el crepúsculo, la risa de los niños jugando en las calles, el aroma del café en las mañanas frías. Había momentos en los que se sentía abrumado por la inmensidad de su experiencia, pero también sabía que era un privilegio extraordinario ver el mundo de una manera que nadie más podía.

Mientras el sol se ponía, lanzando un resplandor dorado sobre la ciudad, Elioenai se preparaba para otro anochecer. No sabía qué le depararía el futuro, si su vida continuaría como hasta ahora o si, finalmente, empezaría a envejecer. No sabía si vería otro siglo, otra era, otro milenio. Pero en ese momento, mientras la noche comenzaba a envolver el mundo, se permitió un momento de paz, un instante de silenciosa gratitud por todo lo que había vivido y por todo lo que aún podría llegar a vivir.

La percepción del tiempo de Elioenai era única, cada año nuevo se sentía como un día para él, y un día como unos minutos para su cerebro. Observaba cómo el mundo giraba rápidamente a su alrededor mientras él permanecía casi estático en el tiempo. Las épocas pasaban, las modas cambiaban, las ciudades se transformaban, pero él seguía siendo el mismo. Esta extraña relación con el tiempo le había dado una perspectiva única sobre la vida y la existencia. Veía las pequeñas preocupaciones y las grandes tragedias de la humanidad con una cierta distancia, como si estuviera leyendo una historia larga y compleja en la que era a la vez personaje y espectador.

Recordaba haber visto la película «Blade Runner», la película de 1982 que imaginaba un 2019 muy diferente al que él había vivido, y cómo había reflexionado sobre su propia vida en comparación con la ficción representada en la pantalla. A menudo pensaba en cómo los humanos imaginaban el futuro, con sus sueños de inmortalidad y máquinas pensantes. Aunque había vivido más tiempo que cualquier otro ser humano, no se consideraba inmortal. Había tenido accidentes y enfermedades a lo largo de los siglos, pero de alguna manera siempre se había recuperado. No sabía si su cuerpo seguiría regenerándose indefinidamente o si algún día empezaría a envejecer como cualquier otro ser humano.

La noche cayó sobre la ciudad, y Elioenai se sentó en su sillón favorito, mirando las estrellas a través de la ventana. Pensó en todas las personas que había conocido, en todos los lugares que había visto, en todas las experiencias que había vivido. A pesar de su largo viaje, había tantas cosas que aún no comprendía, tantos misterios que aún no había resuelto. Y sin embargo, había algo reconfortante en esa incertidumbre, una promesa de que siempre habría algo nuevo que descubrir, algo más que aprender.


«Las únicas posibilidades que valen la pena explorar son las imposibles.» – Arthur C. Clarke

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